Lo trascendente

 


Mis tres hijos, mis tres luces, tan altas y hermosas como las farolas que alumbran esa preciosa plaza Granadina. 

Sentirlos al borde de la muerte, ha sido lo más trascendental que ha sucedido en mi vida. Ante la posibilidad de perderlos (en momentos y accidentes diferentes), comprendí que no era dueña de mi destino, como había asegurado durante mis años mozos. Me decían que mi hijo se podía morir en cualquier momento ¡y nada podía hacer! salvo acatar que existían circunstancias ajenas completamente a mi control. Yo, que durante toda mi juventud había jurado que el destino era solo aquello que libremente elegía y quería que sucediera, aturdida por el dolor y el miedo, acepté que existía otro Destino, con mayúscula, en el que para nada intervenía mi inteligencia, ni la capacidad para solventar asuntos, ni la voluntad, ni el tesón. Cuando el caríz de los acontecimientos mostraba su lado más oscuro, agaché la cabeza, pregunté dónde estaba la capilla y con humildad me postré ante el crucifijo: "vale, tú eres el jefe", le dije "pero por favor, no te lleves a mi hijo, no estoy preparada para un golpe así", supliqué y me sentí escuchada. Regresé a la UCI con el alma serena y plena confianza en la misericordia de Dios. 

De ello hago mención en cada uno de mis libros en una u otra forma. 

Ni el día de la Primera Comunión fue el más feliz de mi vida, ni los accidentes de mis hijos consiguieron deprimirme ni sentirme derrotada. Mientras la Primera Comunión dejó el recuerdo plasmado en fotos y con el transcurrir de los años se convirtió en amor hacia la Eucaristía, los accidentes de mis hijos me ayudaron a comprender que el mundo no giraba en torno a mis caprichos ni acataba mi voluntad. Fue en aquellas largas horas de espera del primer accidente, el de mi hijo mediado, en las que comprendí que la vida no te dejaba elegir el juego, sólo te permitía mover las fichas a voluntad y lo que hiciera con ellas darían por resultado una existencia deprimente o repleta de pequeños y grandes momentos vividos conscientemente. Por eso, cuando llegó la gran prueba con el gravísimo accidente del mayor, el que más secuelas nos dejó a todos, ya estaba preparada. Mi hijo, el accidentado, fue maestro de serenidad y paciencia. Pese a ver su vida truncada en muchos aspectos, nos dio una lección de aceptación, de alegría, de capacidad para reaccionar ante la adversidad y conseguir lo que ni los médicos imaginaban en los momentos de optimismo. A mis ojos se convirtió en el héroe que hoy sigue siendo. Nunca le he escuchado una queja de dolor ni un lamento por su situación. "Lo haré, puedo, quiero" se convirtieron en sus consignas. Movió las fichas con acierto y la recompensa son su familia, su mujer y sus hijos. 

Perder a mi marido fue otro trance muy doloroso. Tocaba aprender a vivir sin él, a poner FIN a una vida y comenzar otra, que luego, con la llegada de los nietos, el apoyo de la familia, de amigos, de libros e ilusiones, pienso que ha merecido la pena vivirla. 

He aprendido, por experiencia, que el sufrimiento nos hace más lúcidos a lo invisible, a eso que ocurre y que llamamos con frecuencia "casualidad", a dar más importancia a los pequeños detalles que a los aparentes grandes éxitos. A saber que se puede perder en un segundo lo más preciado de la misma manera que ver cumplido el sueño que creías imposible pero que decidiste apostar por ello.  

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